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Los grandes imperios de Amazon, Glovo o Netflix parecen avocarnos a un modelo de vida sedentario, cómodo y controlable. Para los fieles creyentes del sistema, el confinamiento debería haber sido recibido como la consumación de nuestro tiempo, una concesión divina al sempiterno deseo de la mayoría: “no quiero ir a trabajar”.

Sin embargo, el grito ensordecedor de  otro modelo de sociedad resuena hoy como un eco abrumador. La horda estaba formada por un compendio de tribus nómadas que dejaron de batallar entre sí para extenderse a lo largo de la estepa euroasiática. Su imperio se convirtió en el más extenso de la historia, alcanzó el 25 % de la población del XIII. Su código de leyes, Yassa, era bastante horizontal. Allí dónde se perpetuaron las tradiciones nómadas, la horda era una forma de estructura socio-política y militar que prescindía de núcleos urbanos, porque sus ciudades eran su gente. Una sociedad en continua guerra que hizo tambalear la hegemonía sedentaria diez mil años después de que el hombre del neolítico abandonara el nomadismo.

En estos tiempos de confinamiento, nuestros cuerpos reclaman, casi de forma biológica, el movimiento cómo libertad, las experiencias como fortuna, el desafío como oportunidad. Horda es una serie de retratos de nuestra esencia nómada que permanece enclaustrada, que late casi imperceptible de forma transversal en nuestra sociedad y que clama por la contienda sobre fondo negro: cuando la fiesta se termina y el paisaje se agota.